Dubrovnik, mucho más que Desembarco del Rey

Dubrovnik. Desembarco del Rey. Es la asociación rápida que casi cada uno de nosotros podemos hacer a estas alturas del siglo XXI, gracias a la adaptación de las novelas de George R.R. Martin a la televisión. Pero no hace mucho tiempo, en mi juventud, Dubrovnik saltó a las noticias porque se convirtió en objeto de deseo (y de bombardeos) de los serbios tras la independencia de Croacia y la guerra que siguió a esa declaración. Su cercanía a Montenegro (en aquel entonces Yugoslavia), tan solo unos 25-30 kilómetros hizo el resto. Pero Dubrovnik (o Ragusa, como se conocía en el Medievo) ya era una joya desde mucho antes, y como tal no podía dejar de estar en nuestro viaje.

Lo primero que tengo que decir es que en Dubrovnik hay gente. Yo diría más, mucha gente. En mi opinión, la ciudad está rozando peligrosamente la saturación de turistas y hay momentos del día, como el mediodía, que la concentración de gente en la Ciudad Vieja es agobiante. El hecho de que la ciudad sea parada “obligatoria” de todos los cruceros que navegan por el Adriático no hace más que agrandar el problema. Otra de las cosas que hay que explicar de Dubrovnik es que es en realidad varios núcleos de población separados entre sí y no muy bien comunicados entre ellos. Es decir, todos tienen buena comunicación con la Ciudad Vieja pero no con el núcleo de al lado. Sumado a que la estación de autobuses está en las afueras eso te da una buena cantidad de caminatas si no te alojas en la (carísima) zona de la Ciudad Vieja. Fue nuestro caso porque nuestro alojamiento se encontraba en Lapad, que es la zona de playa de la ciudad, a unos 45 minutos andando de la Ciudad Vieja y otro tanto de la estación de autobuses.

Pese a todos los peros que he puesto anteriormente, tengo que decir que la Ciudad Vieja de Dubrovnik es espectacular, es una pequeña maravilla. El paseo por las murallas de la ciudad (al precio de 100 kunas) es inolvidable, sobre todo el tramo en el que te encuentras al borde del mar y te asomas para ver las murallas insertándose en las rocas que caen directamente sobre el agua, creando una barrera insalvable para todo aquel que intentara conquistar esta antigua aliada veneciana, conocida en aquellos tiempos con el nombre de Ragusa. Las murallas suben y bajan, adaptándose al terreno, hasta alcanzar su punto más bajo en la zona del puerto, único acceso por mar a la antigua ciudad (una recomendación: llevad agua, porque no hay una sombra, puede hacer mucho calor y solo se vende agua en dos puntos de la muralla y a un precio desorbitado).

Una vez habíamos recorrido las murallas (y que el calor que hacía nos persuadiera de dar una deseada segunda vuelta), nos adentramos en el corazón de la ciudad, recorriendo sus callejuelas, iglesias y palacios. El problema era que ya habían llegado todos los cruceristas y se hacía complicado moverse por la mayoría de los lugares. Pese a ello, todavía podías encontrar alguna callejuela que se escapaba al control de las masas y que te permitía soñar que te encontrabas cinco siglos atrás entre comerciantes venecianos. Además, en una de esas callejuelas pudimos encontrar un pequeño restaurante con muy poca gente y que reunía las tres B (bueno, bonito y, sorprendentemente en esta ciudad, barato).

Después de comer quedaba una cosa importante por hacer: subir en el funicular a la colina Srdj para ver la más preciosa vista de la ciudad fortificada desde sus 412 metros de altura. Se puede decir que las 100 kunas que costó subir fueron las kunas mejor aprovechadas aquel día en Dubrovnik. Las vistas son simplemente espectaculares, y si no fuera por el sol de justicia que estaba pegando uno podría pasarse horas viendo la ciudad a tus pies y observando la gran cantidad de islas que rodean la bahía.

Una vez abajo, nos dirigimos a la última parada del día, el Fuerte de Lovrijenac, diseñado como fuerte externo de apoyo a las defensas de la ciudad y desde el que se tienen unas vistas magníficas de las murallas. Diremos que nos costó llegar, ya que pese a que tienes contacto visual constantemente con él, el camino para llegar por las callejas de Dubrovnik no está muy bien marcado (por decirlo suavemente), pero con el clásico método de prueba-error todo se consigue.

Una vez hecho esto, quemados por el sol que no nos había dejado de caer en todo el día y muy cansados, volvimos a nuestro alojamiento para relajarnos al borde de la playa y prepararnos para la siguiente etapa de nuestro viaje: Montenegro y la inesperada bahía de Kotor.

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