Uno de los motivos por los que emprendo un viaje es para ver con mis propios ojos aquellos lugares de los que me he quedado admirado en foto o que han conseguido hacerme soñar con estar allí. Recuerdo la primera vez que vi una foto de este lugar. Y recuerdo que fue amor a primera vista. Lo primero que hice fue coger un mapa (hace ya tantos años que esa cosa llamada internet estaba en pañales) y ver si podía localizarlo. Sabía que era Noruega, y que estaba cerca de Stavanger, así que tras una ardua búsqueda, lo encontré. Y lo marqué fuertemente en mi memoria. Supe que tarde o temprano iría al Preikestolen (o Prekestolen). Y, por supuesto, acabé yendo.Llegué a Stavanger cuando mi viaje por Escandinavia ya estaba muriendo en aquel mes de Junio. Durante 14 días había recorrido Finlandia y Noruega en semicírculo, y Stavanger era mi última etapa. Y una etapa que solo tenía una razón de ser: subir al Preikestolen. El día que llegué, como todos y cada uno de los anteriores en aquel viaje, estaba lloviendo a ratos. No parecía un clima muy agradable para un trekking, pero no me iba a echar atrás. Paseé un poco por la ciudad, vi el Museo del Petróleo y pregunté en la oficina de turismo como llegar al día siguiente a mi objetivo. Me acosté en mi pequeño B&B soñando con el día siguiente. Y cuando me levanté al día siguiente, un pequeño milagro había ocurrido: el cielo se había despejado y lucía un Sol de justicia, por primera vez en aquellas dos semanas. Eso me animó muchísimo y emprendí rumbo al puerto para coger el transbordador que me llevaría al pueblo de Oanes donde cogería un autobús hasta la base del Púlpito. Los autobuses están sincronizados con la llegada de los barcos y su billete lo puedes comprar tranquilamente en el propio barco al pagar el billete del transbordador.
Y cuando bajas del autobús tan solo tienes que seguir la señalización: comienza la subida al Preikestolen. La subida es de dificultad media, con constantes rampas seguidas de pequeños descansos lo que la hace más llevadera. El único tramo complicado está sobre el kilómetro 1’5, cuando comienzas una subida entre piedras que en algún momento se convierte casi en una pequeña escalada. Además, cuando yo subí, las rocas todavía estaban mojadas tras varios días lloviendo y era muy fácil resbalar. Pero tiene su recompensa, porque cuando llegas arriba, sobre el kilómetro 2, el resto del camino es muy sencilla con suaves subidas y mucho llano, pasando entre lagos que son como espejos, hasta que llegas a la cumbre del Preikestolen, tras 3’8 kilómetros y salvar un desnivel de unos 330 metros. Pese a eso, por si alguien duda, tengo que decir que vi llegar arriba familias enteras con niños muy pequeños y personas muy mayores, por lo que es posible subir para casi todo el mundo.
Una vista increíble acompaña a tu llegada. Una línea totalmente vertical cae unos 600 metros hasta alcanzar el fiordo Lysefjord que discurre tranquilamente hacia el Atlántico. Un plataforma corona esa línea vertical, donde se apiñan todos los que han acabado la subida, pero sin que ninguno se atreva a acercarse a menos de un metro del borde. Si alguien se acerca, se tira al suelo y se arrastra para asomarse sobre la espectacular caída. Decir que esta plataforma se encuentra separada del conjunto de la roca por una grieta, todavía no muy ancha, pero que la geología dice que en algún momento provocará la ruptura y la caída de esta maravilla de la naturaleza sobre el fiordo… dentro de muchos, muchos años.
Uno se sienta en la plataforma y no puede dejar de admirar el paisaje irreal que te rodea, consiguiendo abstraerse de la gran cantidad de gente que sube diariamente a la roca y sin dejar de agradecer la suerte que ha tenido de que el sol haya decidido brillar en su último día en Noruega, en el día que decidió subir al Preikestolen.