(Llevo dos noches sin wifi, pero he escrito, voy a colocar aquí lo que adelanté en papel para volver a coger el ritmo)
Hoy era el momento de acercarnos a uno de esos mitos que siempre hemos conocido de Australia. Era el momento de acercarnos a esa montaña rojiza situada en el centro de la nada. Era el momento de acercarnos a Uluru, el nombre aborigen (que voy a respetar) de Ayers Rock.
La primera impresión ha sido desde el avión que me ha acercado a este lugar. La verdad, no me ha impresionado nada, incluso me ha decepcionado un poco. Pero cuando bajas del avión, y mientras te llevan al pueblo de servicios que han montado a siete kilómetros, no dejan de hablarte de la soledad del lugar, de que no hay nada habitado a menos de 400 kilómetros a la redonda, y piensas que todo este viaje no lo has hecho por nada. Que no te has levantado a las cinco y media en Melbourne para nada. Y basta subir a una de las dunas de observación que hay en el poblado, basta mirar hacia el este para ver la mole de Uluru y darte cuenta de que tu primera impresión ha sido errónea. Y sabes, intuyes, que al día siguiente se va a demostrar.
Mientras los nervios te van carcomiendo, compruebas que el poblado está muy bien equipado, que te cuidan mucho, aunque ya pueden hacerlo con lo que te cobran, que han conseguido hacer un lugar agradable en un desierto inmisericorde. Y mientras cenas carne de canguro y te tomas una cerveza, sueñas con lo que deparará mañana…