Hay días que hasta que no los ves terminar no te das cuenta de lo que te han dado, de lo que van a significar de aquí en adelante. Hace rato que el Sol ha caído y nos ha regalado a Uluru teñido en sangre, aunque sólo fuera por 30 segundos, pero yo sigo con ese golpe en el interior, ese corazón encogido por aquello que se ha vivido. No creo que sea capaz de transmitir nada de nada con estas líneas, pero lo voy intentar.
Por la mañana he ido a Uluru. Conforme te vas acercando, aquello que parecía poca cosa comienza a asustarte, a impactarte, a impresionarte. Te dejan en el Centro de Visitantes, a dos kilómetros de la base de la roca, y tras empaparte un poco de la cosmogonía anagu comienzas a acercarte lentamente, andando, viendo como las paredes que parecían compactas están llenas de cuevas provocadas por la erosión del agua en la arenisca. Empiezas a ver como por los lugares por donde el agua escapa de la cumbre y cae a la tierra de desierto hay unas marcas negras, que no son más que algas que se han acostumbrado a crecer con esos aportes escasos de agua.
Y llegas a la base del monolito. Y llegas al comienzo del camino de escalada a la cima. Algo curioso, ya que te piden que no subas, que es algo sagrado para los anagu, pero a la vez el camino está marcado con cuerdas para ayudar a hacerlo. Yo decido no subir, no por falta de ganas, sino por el respeto que me gustaría que tuvieran por mis creencias. No puedes pedir respeto para ti si no lo tienes por los demás.
Por eso comienzo el camino de circunvalación de la roca, que me invita a pasar por los lugares sagrados, por los pequeños oasis que se forman con el agua de lluvia, por las caprichosas formas que le ha dado la erosión a la roca.
Es un camino duro, más a los 35 grados que ya hacen a las diez de la mañana, pero cuando tres horas después lo terminas, no puedes más que dar gracias por haber tenido la fortuna de realizar esta peregrinación.
Pero el día no ha terminado. Comes en el resort y decides que te lleven a Kata Tjuta, a cincuenta kilómetros, una formación de montañas redondeadas por la erosión y que esconden un auténtico oasis enmedio del desierto. Vas adentrándote entre las laderas de la montaña y te sientes pequeño, insignificante, imaginas el respeto que podían mostrar aquellos aborígenes mucho antes de la llegada de los europeos.
Y pese a que cuando llegas al agua, a la vegetación, no consigues ver ningún animal, sabes que la magia de la existencia de este oasis atrae a todo ser viviente en muchos kilómetros a la redonda.
Pero el día no es completo, nunca es completo sin verlo atardecer. Y menos sin verlo atardecer ante la vista de Uluru. Pero hoy parece que el Sol se hace el remolón, y se esconde entre nubes que no hacen presagiar nada bueno. Pero la magia de Uluru, el haber respetado las creencias aborígenes, me ofrece un regalo en forma de un minuto del Sólo tiñendo de rojo sangre las laderas de Uluru justo antes de desaparecer bajo el horizonte.
Y entonces sabes que ya todo da igual. Te das cuenta de que tu vida no tiene la más mínima importancia y que ellas, aunque lo intentarán, ya va a ser muy difícil que sean capaces de hacerte daño otra vez. Después de haber estado en Uluru, después de haber sentido su fuerza, tu corazón solo te pide libertad y olvido. Todo tu ser solo quiere ser capaz de lograr esa comunión con la naturaleza que ha logrado Uluru. Sabes que esa roca y ese atardecer volverán dentro de ti cuando creas que ya nada merece la pena, que no quieres dejar que te haga sufrir, para recordarte que una vez fuiste eterno balo la sangre de Uluru.
Buenas noches, siento la chapa.
P. D. : ni siquiera lo he revisado, está tal y como lo escribí ayer, inconexo posiblemente, pero escrito desde el corazón
el Uluru puede ser grande, pero tu estás a su altura
🙂
Matizaría varias cosas… tiempo habrá; pero me alegro de que hayas encontrado tu fuerza interior, aunque haya sido en la otra cara del mundo.
Un abrazo
No me voy a volver anacoreta si es lo que pensabas, solo es que llevo tres meses malísimos y necesitaba algo 🙂